De cucarachas y periodismo.

Por Almudena Pacho Casquet

En España, como en todas las sociedades capitalistas y más tras una larga dictadura, el clientelismo está instalado en las capas más profundas del sistema. Hoy mismo, escuchaba la noticia de que Hacienda habría «avisado» al rey emérito hace meses sobre sus «desaguisados» fiscales con el fin de darle plazo para que así pudiera «regularizar» su situación antes de la consiguiente inspección. En connivencia con el gobierno, los medios habrían ocultado estas informaciones para «salvar» parte del patrimonio del monarca pero meses después la noticia queda liberada para exonerar la culpa de no haber denunciado las miserias reales. Como decía Kapuscinsky, la gran desgracia de un periodista es haber investigado una verdad y no poder desvelarla. Son informaciones que permanecen ocultas para la ciudadanía y solo a veces asoman a la superficie cuando ha pasado el tiempo, como pecadillos veniales prescritos gracias al tiempo. Estamos lejos de la transparencia de otros países (como en la serie Borgen, que entre amigos hace años nos dio más de un buen debate y recomiendo) aunque la sociedad de clases siempre en mayor o menor medida se sustenta en este tipo de opacidades sujetas al pacto de silencio del poder.

Como afirma Gabelas en su artículo Periodismo clientelar, en España, los grandes grupos mediáticos aglutinan todo el control y aunque internet haya cambiado la política de los mismos dando paso a una mayor intervención participativa del público y sometiendo a los medios a una revisión profunda, esto no ha supuesto una mayor transparencia o acceso de la ciudadanía a la información. Más bien y al contrarío, las plataformas se han «compinchado» con los medios tradicionales para ser más fuertes y sobrevivir sin perder sus cotas de poder. Las cifras de 2016 aportadas en el artículo asustan, la oligarquía mediática controlando entonces un 78% del espacio informativo.

Todo este entramado no da margen a que el sempiterno periodismo clientelar se debilite sino que más bien, ayudado por la algoritmización que escarba en nuestras vidas, parece que en unos años el periodista corre el peligro de convertirse en un escriba al servicio de la demanda. Más aún, se oyen voces de que la inteligencia artificial impulsada por el Machine Learning, ha creado ya bots escritores capaces de redactar noticias. 

Luego está el debate del agenda setting que puede convertirse en un modo indirecto de manipulación menos evidente que la desinformación o las fake-news. ¿A quién le interesa poner luz al ruido que hacen pocas personas pero radicales como por ejemplo Vox? Siempre he pensado que hay que informar de todo pero no consigo entender por qué a determinados grupos se les da foco en determindo momento pretendiendo que son más de las que son y en cambio no se fija el objetivo en el bien tan a menudo. Y aún más, cuando se recalca un gesto bello como el de Luna, voluntaria de Cruz Roja, de esta semana en Ceuta, pronto queda tapado por las montañas de información que se van depositando encima entre las redes sociales y el resto de la actualidad.

Me parece un mensaje de miedo el que muchos medios quieren darnos constantemente: miedo a la incertidumbre, miedo a que viene el lobo populista de la extrema derecha, miedo a los migrantes, miedo a Trump, miedo a los negacionistas y a los que se saltan el civismo en la pandemia. En definitiva, nos manipulan con escenarios que están pero que enfocados bajo el framing de los medios parecen realidades aumentadas y que igual que el discurso del odio nos aturden solo con el fin de mantenernos más anclados a los focos informativos, a las aplicaciones, al debate mediático. Miedo y odio, dos emociones que paralizan nuestra atención sobre lo que el foco nos muestra.

Echo de menos como Gabelas nos recuerda, programas de debate plurales y auténticos como La Clave, que en mi adolescencia y juventud tuve la suerte de disfrutar.

Aún así, sigo creyendo en el poder de una buena frase, en la acepción de bondad como verdad, que decía Hemingway (“One true sentence”) y en los buenos periodistas que los hay. Hoy el foco está puesto en el periodismo de datos y de contrastación de los hechos (fact checking) pero no debemos poner todo el peso en lo cuantitativo, tendencia científica que impera en todo hoy sino que hay que luchar por no perder el poder de la belleza, de la historia, del buen lenguaje, de la palabra poderosa. Siento a veces que se gasta mucha palabra en contrastar y aportar datos mientras se pierde la escritura. La proliferación de agencias de fact checking alerta sobre la realidad de un mundo que se muestra falsamente pero también sobre la posibilidad de que cada vez el ser humano tenga que recurrir a ministerios como el de la verdad en 1984, de Orwell, para que nos digan qué es verdad y qué es mentira, atrofiándoselos nuestra capacidad para entender el bien y el mal. Pero no se puede criminalizar al periodista que bastante tiene con sobrevivir en la larga crisis que acucia al sector y que ya ha condenado a parte de la profesión al ostracismo.

Para terminar, vuelvo a Kapuscinsky, de quien recomiendo cualquier lectura, en especial Ébano, que refiriéndose al periodismo explicó que la profesión “no consiste en pisar cucarachas, sino en prender la luz, para que la gente vea cómo las cucarachas corren a ocultarse.”

Por tanto, invoco al periodismo que alumbra el camino para que podamos pensar la realidad con más capacidad crítica, periodismo de luz que no huye de las sombras porque entiende que el mundo es un lugar de claroscuros y que no se asienta en comprobaciones que dividen a la sociedad en dos polos, una vez más. Que nos preguntemos por qué siempre terminan reduciéndonos a la simplificación cuando en nuestro día día los seres humanos sabemos que la realidad es compleja.

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